Los años han pasado y de aquellas vivencias solo queda el aire que pasa por entre las verjas de las ventanas, sigue su curso hacia el campanario y canta una tonada con los pajaritos del parque, se embelesa con la belleza de los altares de oro de la iglesia, reposa en los nidos de golondrinas de los descansillos en la escalera de la torre y baja para acariciar el rostro de los niños que juegan en la esquina del callejón Montalbán. Nadie recuerda que, en esos predios, fue la Oficina de Trámites Investigativos y Científicos de un sabio, una de las mentes más brillantes que se haya conocido.
Yendo hacia atrás, en el último temblor de tierra que tocó a Remedios, el mismo aire que ahora nos rodea y que guarda las tantas historias, presenció el nacimiento de Julio. Era el 11 de febrero de 1914 y las placas tectónicas en torno al Oriente se movieron, provocando una intensidad altamente perceptible en la ciudad de Santiago, pero las réplicas fueron chocando de forma subterránea hasta las interioridades de la villa en el centro del país y hubo estremecimientos de vitrinas, mesas, cuarteaduras de paredes y caída de objetos. La madre de Julio, aterrada, dio a luz en el hospital, en medio de una sala de condiciones miserables y con la asistencia de dos parteras que miraron con asombro al niño que nació sin llorar, con los ojos bien abiertos. Solo tras darle tres nalgadas, el bebé echó un gemido profundo, luego suspiró, pero jamás pasó a los habituales gritos de los recién nacidos.
Julio no jugaba, de hecho, su mayor afición era andar los trillos que conducían a las dos lomas que flanqueaban la ciudad. De lunes a miércoles se iba a la de la Puntilla, en el sur. De jueves a domingo estaba en el Tesico, en el norte. Su comida habitual eran los mameyes amarillos que colgaban de los árboles como regalos de los dioses. Los agarraba, los abría con dientes y manos y allí mismo se despachaba mirando al horizonte confuso entre el verde del campo y el azul intenso del cielo. El olor a mar de la bahía del Tesico era una especie de bálsamo a la pobreza de la casa, la escasez de oportunidades, la cerrazón de futuro en una villa aislada.
Leyó todo lo que pudo, con las pocas letras de la escuela. Su cultura fragmentaria se fue tornando variopinta ya que era una mezcla de mitos antiguos y modernos con ciencia. Como Julio no pasó la secundaria ni la universidad, no aprendió a diferenciar la ficción de la realidad. Los libros de novelas se le asemejaban tan científicos como los tratados. Así, Descartes y Verne estaban a la misma altura y tan plausibles les eran las explicaciones de Kepler como las alucinaciones de Edgar Allan Poe llevadas a sus obras maestras. No obstante, llegó a adquirir cierta erudición que podía resultar impresionante. Julio, en su ingenuidad, realizaba conexiones estrafalarias entre un área del conocimiento y la otra y hallaba explicaciones complejas (aunque falsas y fallidas) para fenómenos cotidianos.
Poco a poco, bebiendo de diversos libros, fue conformando una teoría que lo definió como sabio local —o como loco, depende del punto de vista— la de Remedios como centro del universo. Según decía, sentado en su Oficina en el parque, justo al lado de la glorieta, la villa poseía un túnel subterráneo que la conecta con una ciudad situada en el núcleo terrestre, Agartha, una civilización fundadora de la Humanidad. Eso hacía de la villa uno de los tantos centros del mundo. Los otros, según ampliaba con gesto académico, eran la ciudad de Manaos en Brasil, las Cataratas del Iguazú, el Vaticano y la sede del Dalai Lama en el Tibet. Entre risueños y serios, los vecinos lo contemplaban mientras él disertaba sobre los túneles que van de una iglesia a otra por debajo del parque y cómo desde allí se producía una bifurcación hacia la ciudad perdida.
Las referencias a mitos en torno a mundos subterráneos están vigentes desde los orígenes de la Humanidad. Se ha mirado con tanta curiosidad hacia las estrellas como hacia las profundidades oceánicas y terrestres. Historias como las de Orfeo y Eurídice evidencian que los griegos se preguntaban por la existencia de vida y significado debajo de la superficie. Las leyendas de Lemuria, Agartha y Shambala han estado vinculadas a ideas que hunden sus raíces en la mitología oriental. Se trata de utopías que, al igual que la Atlántida concebida en la obra de Platón, intentaban explicar lo desconocido. Los viajes de exploración de inicios de la modernidad y finales del Medioevo estuvieron motivados por el miedo y la curiosidad de encontrar estos límites del mundo, en los cuales se situaban tanto civilizaciones como criaturas monstruosas como era el caso de Escila y Caribdis. El mito de la Tierra hueca era una interpretación que cubría el vacío de sabiduría en torno a la formación geológica y la naturaleza de las capas que conforman la esfera terrestre. Julio, de alguna manera, estaba detenido en aquellas etapas de la historia y se parecía a los hombres que, al carecer de visión exacta y empírica, dibujaban en las esquinas de los mapas sus sueños y pesadillas.
Con uno de sus tantos papeles cartografiados se paraba en uno de los ángulos de la Oficina a cielo abierto: “Aquí, justo en el ejido sur, hay un meandro del río Camaco que hunde sus aguas y que reaparece en las zanjas que vierten hacia el Tesico. Prueba de que Remedios es hueca por debajo”. Los niños, al escucharlo tan serio y seguro de lo que decía, iban a las aulas y le repetían a la maestra de forma tozuda esas teorías. Más de una discusión hubo entre las docentes y los muchachos acerca de quién tenía la razón, si la universidad debajo de los flamboyanes o aquella que estaba normada por los planes de estudio, los libros y las instituciones. Julio retaba a cualquiera a rebatirlo, sobre todo a catedráticos y doctores que vivían en la ciudad. Uno de los que más se burlaba del sabio era Andrés, graduado de geología y especialista en varias materias en la Facultad de Ciencias Naturales. Las discusiones entre ellos eran antológicas, ya que Julio solía acalorarse y ponerse a vociferar en las esquinas.
“Le pongo un reto, profesor, si usted no lo acepta quedará desacreditado y por ende mi teoría prevalecerá”, dijo un día el sabio, a lo cual Andrés respondió de forma desafiante. Resulta que, según Julio, como Remedios era el centro del mundo, cualquier camino que condujera hacia el exterior en algún momento iba a hacer que la persona volviera a la villa, de forma tal que era imposible irse del todo de allí. “Si usted coge por la salida sur, hacia la vereda, en algún momento se perderá y tendrá que tomar el regreso”, recitaba Julio con una entonación orgullosa y segura.
Ambos hombres estuvieron meses riéndose el uno del otro cuando se encontraban y tocaron repetidamente el tema del reto. “Atrévase Doctor a ir conmigo por el ejido sur y comprobará que estoy en lo cierto”, Julio ajustaba su sombrerito de tela negra casi ceniza y miraba el rostro burlón de Andrés. Así que una tarde, de esas de domingo en las cuales no hay nada que hacer y no queda nadie en la calle, el profesor de la Facultad aceptó el reto, quizás por entretenerse o por prevalecer sobre el sabio que tanto lo acosaba con sus diatribas. Juntos partieron por el camino que conduce más allá de la poza de la Bajada, como quien pasa por el lado de la loma de la Puntilla y se pierde en los potreros de Manolo, más allá de los marabuzales y de la cañada, en lo recóndito de los bosques que alguna vez hace mucho fueron hospital de campaña de los mambises y luego un sitio en el cual por las noches aullaba un perro fantasma.
Uno de los principios básicos de la geología es que la Tierra está compuesta por cuatro capas: la corteza, el manto, el núcleo externo y el núcleo interno. La vida terrestre se desarrolla en la parte externa, la cual solo conforma un uno por ciento de la masa total. El manto, que es la transición hacia el núcleo, representa el 84 por ciento del total del planeta y está compuesto por silicatos de magnesio y hierro, allí se produce el movimiento que impulsa la capa tectónica y que da lugar a transformaciones en la superficie. La temperatura de este manto varía entre los 500 grados Celsius hasta los 4000 grados Celsius cerca del núcleo. El núcleo externo está compuesto por una capa líquida de hierro y níquel a grandes profundidades, aquí se genera el campo magnético terrestre. El núcleo interno es sólido y está formado por hierro mayormente bajo una inmensa presión y temperaturas de más de 5 mil grados Celsius. Bajar hacia las profundidades es incompatible con la vida, pero, además, ningún cuerpo hueco podría soportar la presión y terminaría destrozado. Solo la conformación de esferas en movimiento con diferente constitución entre líquida y sólida puede sostenerse. Eso refuta cualquier teoría de la conspiración sobre civilizaciones soterradas. Todo eso estaba en la mente de Andrés aquella tarde en la cual Julio lo llevó más allá, cuando el sol se iba escondiendo detrás de la loma. Caminaron lejos de la villa y las dos torres de las iglesias se dejaron de ver. Entre la maleza, con el sonido de los bichos del campo que se oyen en la noche, el catedrático comenzó a sentirse perdido.
Sobre la Tierra Hueca hay una serie de conspiraciones que se hicieron muy populares a partir de los primeros vuelos a los polos del planeta. Richard Byrd era un aviador que a inicios del siglo XX se hizo famoso por realizar esas exploraciones. En 1926 voló sobre el Ártico marcando un hito global. Casi de inmediato se desataron historias legendarias sobre un posible encuentro con civilizaciones subterráneas que tendrían una de las puertas en los extremos del mundo. A esto contribuyó que en 1957 el escritor italiano Amadeo Giannini publicó el libro Los mundos más allá de los polos, en el cual afirmó sin pruebas que Byrd había hallado la dichosa ciudad sumergida. En 1996 se halló el diario del aviador, pero no había referencias al avistamiento. Para Julio, todo era un amasijo de cuestiones en cuyo final estaba la demostración de su teoría sobre lo que él creía que era la tozudez del profesor.
“¿Faltará mucho para llegar al centro del mundo?” dijo Andrés ya cansado, con la camisa llena de sudor, los ojos abiertos y mirando hacia los matorrales que se perdían en la oscuridad. “Ya casi Doctor, ya casi” repetía Julio sonriendo. Las horas pasaban y ellos seguían caminando. Obviamente, se internaron en lo profundo de la manigua cubana, en bosques que desde hacía tiempo no veían un humano, donde el diablo dio las tres voces y nadie escuchó. Esa noche, durmieron debajo de un árbol de mamey amarillo. El profesor, con la vista en las estrellas, no paraba de preguntarse cómo pudo aceptar el reto de un loco, ya que a esas alturas los dos estaban perdidos. A lo lejos, el aullido de un perro recordaba que estaban en terrenos mitológicos. Las leyendas de esos sitios hablaban de un animal que había vengado la honra de su dueña asesinando a unos hombres que la violaron y prendieron fuego a su vivienda. Los ruidos se mezclaban con el aire que formaba ventiscas en torno a las rocas calcáreas de la zona cuya presencia formaba montículos alrededor de los bosquecillos y los cayos de maleza.
Al día siguiente, caminaban otra vez más kilómetros, pero tuvieron que detenerse a beber agua de una cañada que pasaba llena de renacuajos. “Julio, me doy por vencido, no puedo más” soltó el profesor cuando se vio tragando bicharracos y tierra en medio de un sitio desconocido y debajo del sol. “Entonces, ¿me das la razón? Fíjate que no hemos llegado del todo a demostrar mi teoría…”, la cara del sabio era un poema de satisfacción y ego. Andrés se tiró en medio de la sombra de una ceiba, miró hacia lo lejos buscando las torres de las iglesias, “sí, ya basta de todo esto”. Una carcajada entre juguetona, infantil e indescifrable saltó de los labios del sabio popular, quien de inmediato agarró al catedrático por una de las mangas de su camisa. “Arriba Doctor, que Remedios está ahí mismo”.
Apartando un cayo de marabú, dejando detrás unos dientes de perro calcáreos que se juntaban para formar algo parecido a un nido de auras, más allá de un árbol de mucha sombra sobre el cual se posaban numerosas aves de diversos tipos; los dos hombres avanzaron y en menos de media hora aparecieron las torres de las iglesias y los tejados rojos de las casas. Se oyeron los sonidos de los carretones y de los vendedores. La calle ejidos del sur surgió cuando Julio apartó uno de los últimos matojos. Se demostraba así que todos los caminos volvían al mismo sitio. Remedios era el centro del mundo. Durante todo el trayecto, Andrés estuvo callado, solo pensaba en llegar a su casa, beber agua fría del refrigerador, comer decentemente, dormir. Cuando estuvieron otra vez en el centro, justo en la Oficina al aire libre, se separaron sin decir nada más. Uno iba cabizbajo, con una sensación de derrota, a pesar de poseer todos los conocimientos sobre geología, cartografía, etc. Otro, no cabía en su ropa del orgullo, al fin tenía la victoria con la cual tanto soñó.
Esa noche, Andrés tuvo varias pesadillas con Julio. Unas veces, el sabio se le aparecía en la Universidad, en una de sus clases y lo desmentía, diciendo que nada de lo que se impartía era así y que el profesor era un cobarde; otras, se sentía seguido de cerca por una voz mezcla de aullido de perro y de chillido que gritaba: “¡Andrés, ya te cogieron la baja, prepárate para el bonche!”. El catedrático le explicó todo a su esposa, quien le trató de trasmitir calma.
Los días pasaron y Andrés intentaba no pasar por las calles aledañas al parque, evitando así la presencia de Julio. No obstante, el sabio lo veía de lejos y, con satisfacción, esbozaba una sonrisa. A pesar de su triunfo, jamás se lo hizo ver en público al contrincante, sino que guardó una distancia de caballero. Cuando Andrés falleció de un ataque al corazón y fue velado en la funeraria, todos vieron venir al sabio con una corona de flores y un rostro de sincera tristeza. Desde aquel reto no se hablaron nunca más. Con el tiempo, Julio solía decir a los muchachos que lo rodeaban que nadie, a excepción del profesor fallecido, podía comparársele en sabiduría.
El aire que rodeaba la Oficina siguió formando remolinos de flores secas y hojas de los flamboyanes como si fuese un ritual inalterable. Julio puso retos a tantos otros profesores, pero nunca se llevaron a término. En el pueblo se rumoraba que, en efecto, el sabio popular había vencido al sabio con diploma y por algo sería. Quizás era cierto que debajo de las dos iglesias había una puerta hacia el mundo subterráneo y hueco de la Tierra y por eso cuando llovía mucho eran abundantes los ojos de agua que salían con presión en las casas y los patios como aquel que había inundado el cine América. Andrés se había llevado a la tumba el juicio definitivo de aquella polémica.
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