Cuando Guille pudo decir sus primeras palabras no se refirió a mamá o papá. Parado firmemente en medio del salón de belleza, con una peineta metida entre sus bucles rubios; musitó claramente: peluquería. Los adultos, escandalizados, llamaron a Berta su madre para advertirle que era un gesto de amanerados, algo por entonces visto como anatema a tan temprana edad, pero la progenitora sonrió restándole importancia, “solo le gustan la belleza y el glamour, ¿qué hay de malo?”, les aseguraba a sus vecinos prejuiciosos. Berta había perdido una primera hija que tenía solo un año de nacida. Una bacteria alojada en un pulmón se la llevó. Tras el luto, la mujer había sostenido un romance raro y furtivo con un hombre de La Habana de quien se decía que era traficante de obras de arte y que pernoctaba en el más lujoso hotel de la villa cuando venía a visitar a su amada. De esa unión informal salió Guille, quien no contó con reconocimiento paterno. Al señor habanero nunca más se le vio.
Berta había criado a Guille con modales femeninos porque era una manera inconsciente de revivir a su hija muerta. Lo vestía con baticas, lo peinaba y le dejó el cabello muy largo. El niño no se atendía en las barberías de los hombres, sino en el salón de belleza de las mujeres, donde además trabajaba su madre. A Berta ya por entonces le diagnosticaron cáncer y tenía poco tiempo de vida. Meses después, un Guille confundido y con lágrimas en los ojos despedía el cadáver materno en la funeraria de Remedios. La abuela del niño, Doña Columna Sánchez, asumió la crianza. Desde entonces, la anciana mujer, quien era uno de los seres más católicos y conservadores del pueblo, se propuso imponerle a Guille una masculinidad forzada. Le prohibió jugar con las niñas, hablar moviendo las manos, pintar (algo que él amaba), lo vistió de largos pantalones color gris y camisas con mangas largas. Incluso lo obligaba a tomar el catecismo y luego la comunión. La abuela no lo hacía para mal, sino con el objetivo de —en su mentalidad arcaica—corregir los malos hábitos liberales de Berta, los cuales, en opinión de la anciana, llevaron la familia a tantas desgracias.
Columna quiso hacer de Berta una mujer de bien, pero la hija rebelde tomó siempre otros caminos y amó con expansión y sin medidas. La anciana se marcó como destino corregir a su hija a través del nieto. Aquellos años de educación fueron duros, en ocasiones crueles. Guille lloraba en la soledad de su cuarto dibujando mentalmente castillos, cuentos, dioses inventados que le daban súper poderes y se lo llevaban lejos. Al crecer, contra todo pronóstico, era un hombre fuerte, viril, con una voz que retumbaba en las calles y callejones. Ocupó varios puestos en los equipos deportivos del Instituto de Segunda Enseñanza y tuvo muchas muchachas enamoradas. Guille, sin embargo, prefería irse a la biblioteca para leer sobre arte, literatura y filosofía. Le llenaban de misterio las descripciones de paisajes lejanos y de culturas antiguas. En su mente era capaz de viajar en el tiempo. Columna quería que estudiara ingeniería, pero él odiaba las matemáticas. En cambio, el arte tenía la capacidad de inundarlo, de darle sentido a los días que pasó sentado en soledad en aquellos asientos mullidos leyendo.
Fue en aquel intercambio académico en la universidad cuando todo dio un vuelco para Guille. Sentado en el aula de primer año de Ingeniería Mecánica —su abuela lo obligó una vez más a solicitar una “carrera de hombres”—, conoció a Laura Hamilton, una muchacha inglesa de su misma edad. Las miradas se cruzaron y ambos ya sabían que luego de la conferencia sobre termodinámica se citarían en el patio, luego en el café literario de la ciudad, el hotel, la habitación, la unión de los cuerpos. La pasión los devoraba y a los tres meses era evidente que existía posibilidad de establecer un noviazgo duradero.
Los recuadros de la casona familiar, ya maltrecha por la pobreza, los años y los golpes de la vida, lloraron de tristeza al saber que Guille se iba para Inglaterra. En uno de esos retratos estaba la imagen de Berta, quien en la oscuridad de la noche miró el rostro del muchacho y lo bendijo con melancolía. Al menos eso soñó él, antes de despedirse de Columna, luego coger el taxi al aeropuerto y de ahí hasta Bristol. Al llegar, los campos verdes le dieron la bienvenida. Restos de castillos que se parecían a los de sus sueños, sembrados de flores colocados con belleza milimétrica junto a los caminos y calles, casas del siglo XVI con sus tejados mágicos, todo ordenado, todo perfecto. Laura era la heredera del Condado de Hamilton y vivía sola desde que sus padres tuvieron un accidente de tránsito en Londres. El castillo había sido adaptado para la vida moderna, pero poseía todo el encanto de eras anteriores. Allí estaba el estilo victoriano de los sofás de espaldares enormes y cojines mullidos, colores profundos entre violetas y azules ribeteados en oro, lámparas en forma de arañas, bañaderas con patas largas y fuertes de león. Pero a la vez, en la colección de obras de arte, un grupo de pinturas ilustres de autores de diversas épocas: Edward Burne-Jones, William Holman, John Everett y, sobre todo, un conjunto de reproducciones de William Blake. “No son originales —dijo Laura—mi padre los mandaba a copiar con uno de los mejores falsificadores del país, pero lo hacía tan bien que pudieras perfectamente subastarlos como verdaderos”.
Había una obra que llamó especialmente la atención de Guille. Era una puerta atravesada por estructuras de fuego azul, junto a la cual aparecían un hombre y una mujer en un gesto entre juguetón y provocativo. Los cuerpos se traslucen desnudos en unos vestidos que parecieran estar compuestos por llamas. La apertura hacia el mundo infernal estaba flanqueada por las rocas de una gruta. Blake había hecho ilustraciones de La Divina Comedia de Dante como una especie de rebelión ante la moral cristiana inamovible de la época. Esta obra, que representaba uno de esos pasajes, había sido llamada erróneamente por muchos críticos y entendidos a lo largo de la historia con el nombre de La puerta del Infierno.
Guille disfrutaba sentarse delante de ese cuadro a mirarlo. Por horas, buscaba los significados ocultos. Mientras estuvo sin poder trabajar, al carecer de papeles, aprovechaba el tiempo en la biblioteca del castillo, donde leyó sobre la vida de William Blake. Allí supo que el niño genio desde los cuatro años había visto a Dios posarse en la ventana de su cuarto. Resulta que al despertar luego de una sucesión de sueños confusos, una llama inmensa con luces que se expandían, tomó forma humanoide y saludó al joven Blake, quien no dijo nada hasta años después. Otra de las experiencias tuvo que ver con una calle de Londres, en cuyos árboles el pintor vio un grupo de ángeles que le hablaban en lenguas desconocidas. Blake se consideraba un médium entre el mundo de los vivos y el más allá y toda su vida se le conoció como “el loco”, ya que invertía su tiempo en hacer obras visuales y poemas en los cuales traducía aquellas experiencias místicas. A Guille le llamó especialmente la atención una frase: “Si las puertas de la percepción se depurasen, todo aparecería a los hombres como realmente es: infinito. Pues la humanidad se ha encerrado en sí misma hasta ver todas las cosas a través de las estrechas rendijas de su caverna”. Esta cita, tomada de la obra de Blake El matrimonio de la tierra y el cielo escrita entre 1790 y 1793 lo llenaba de fascinación. ¿Hay otra realidad detrás de la realidad de este mundo?
Los años pasaron en un aburrido trabajo de oficinista de una empresa de electrodomésticos. Laura padecía de una rara enfermedad que la dejó infértil. Fruto de los entrecruzamientos genéticos de la nobleza en el pasado, los cuales llevaban a casamientos entre hermanos, varias mutaciones se habían trasmitido de una generación a otra. La muchacha murió a los 36 años de un tumor en el útero, que hizo metástasis. Tras más de una década de tratamiento contra la infertilidad, nada le valió. Una vez más, la tristeza tocaba a las puertas de la percepción de Guille, quien dejó el cuerpo inerte de su esposa junto al resto de los miembros aristocráticos de la familia. Allí, junto al célebre por su supuesto vampirismo Conde Sir Arthur Hamilton —quien vivió entre 1568 y 1618—, estaban muchos otros que participaron en el gobierno, en las intrigas palaciegas y que entraron y salieron de la historia a través de revoluciones, golpes de Estado y diversas maneras subrepticias hasta llegar hasta el presente en el cual el último representante y heredero de la poca fortuna que quedaba era un cubano viudo. A veces, en los pasillos solitarios de aquel castillo, Guille oía extraños ruidos, pasos, choques de espadas y gritos ahogados. Eso pasaba sobre todo tras la muerte de Laura, en las tardes de lectura que se hacían más largas y aprovechables.
Pero el castillo era caro de sostener. Los ingresos resultaban cada vez más insuficientes y Guille sacó la cuenta de que viviendo en Remedios y rentando la residencia de los Hamilton podía alcanzar una existencia más tranquila. Tenía ya cuarenta años cuando decidió irse de regreso, compró una de las casonas de la calle Amarguras, de esas que poseen zaguán, patio interior, puerta de lujo llena de grabados en madera con escenas de la conquista de América, balaustradas con figuras de árboles tropicales y geometrías complejas, fuente, jardines, cocina enorme, comedor con una mesa larga y de caoba cuyo brillo y reflejos habían asombrado a generaciones. La vivienda, perteneciente en el pasado a la familia de los Rojas, había ido hacia la indigencia, sostenida apenas por una anciana descendiente que la supo vender al módico precio de medio millón de pesos cubanos. Para Guille ese dinero no era nada.
Casi de inmediato comenzó el remozamiento. Las paredes fueron pintadas con tonos profundos y cálidos, verde oscuro, marrón, azul noche, también con tonos pastel como el rosa palo, el azul cielo, el lila y crema. La variedad cromática daba perfectamente la sensación de una vivienda al estilo victoriano inglés. Los muebles eran de maderas preciosas como la caoba, el roble y nogal. Las sillas y los sofás presentaban los clásicos respaldos altos con patas de león bruñidas en pan de oro. Los sillones poseían tapicería de lujo traída de Inglaterra al estilo Chippendale. Amplias cortinas de terciopelo, seda y damasco caían desde lo más alto entre una habitación y otra con tonos rojos y ribetes dorados. La decoración de las paredes presentaba motivos orientales y arabescos. En el techo candelabros de cristal y bronce con forma de inmensas arañas. La chimenea —totalmente inservible para el clima cálido de Cuba— estaba en uno de los puntos focales de la casa, marcando la transición entre el zaguán y el resto. Encima de este sitio había una repisa de mármol de Carrara con unos leones de porcelana de Hamburgo. Las estanterías de libros llenaban la casa. Lo más sobresaliente era la pintura de Blake que Guille trajo como único recuerdo del castillo: las figuras danzantes en el umbral luciferino, un sueño que lo paralizaba por horas y que poseía para él un significado oculto, poderoso; eran las puertas de la percepción.
Cuando hubo terminado el remozamiento comenzó una serie de invitaciones a las familias más distinguidas de Remedios. La noche de la inauguración de la casona coincidía con un aniversario más de la muerte de Berta. Columna Sánchez también había fallecido décadas atrás. Guille trató de llevársela con él, pero la anciana era testaruda y decía que no se iba a un país que había traicionado la Iglesia Católica desde los tiempos del rey hereje Enrique VIII. El inquilino de la floreciente nueva mansión quería con esta fiesta rendirles homenaje a las dos mujeres que lo criaron con sus diferencias y prejuicios, pero con buenas intenciones.
Guille recibió a los invitados parado junto a la puerta. En su mente, estaban las figuras danzantes de la pintura de Blake y de alguna manera se comparó varias veces con esa escena. En la fiesta corrieron las mejores bebidas, se dispuso de un banquete en la mesa inmensa que incluyó los manjares que desde hacía mucho nadie comía en aquel sitio apartado de la isla de Cuba. El doctor Juan Clemente recordó sus viajes a Francia y dijo que lo visto superaba las recepciones más exigentes de la alta burguesía europea. Cerca de la medianoche, se inició el baile, las parejas dieron varias vueltas al salón de recepciones al compás de piezas clásicas y modernas. Al final, brindaron por la salud y la prosperidad de este nuevo adinerado que había en la villa.
Poco a poco se fue generalizando en el pueblo el sobrenombre: Guillermo, el Príncipe de Gales. Los más entendidos en el inglés lo llamaron William. Varias veces, en los años posteriores, lo vieron salir con un traje negro, dos perros enormes y montado en un carruaje que poseía una decoración a la usanza de la realeza. Pero la decadencia de la fortuna, de manera secreta, iba haciendo mella. El castillo en Bristol, casi abandonado, resultó víctima de una confiscación bancaria para pagar las deudas de los Hamilton. De aquellas glorias no quedaba nada y el dinero fruto de los alquileres dejó de llegar a manos de su antiguo propietario en Cuba.
La historia daría otra voltereta más y la política cambiante hizo que la burguesía cubana perdiera el poder. Los revolucionarios llegaron a Remedios por la salida de Zulueta y establecieron un gobierno provisional, tras un breve combate con las fuerzas de la tiranía de Batista. La estación de policía y el edificio del Ayuntamiento en llamas proyectaban una sombra larga y amenazante sobre la casona victoriana que estaba a pocos metros. Guille seguía las noticias asustado. En los meses posteriores, escondió en el patio, debajo de una de las columnas, parte de sus joyas. Temía a las nacionalizaciones en marcha. En Remedios se sucedieron los cambios. Casi todos los ricos se fueron camino al norte y las casas, las fábricas, las propiedades pasaban a manos del nuevo gobierno constituido. Guille recordó que Laura hablaba de los cambios abruptos en Inglaterra durante la Revolución de 1640 y cómo su familia tuvo que huir unos años a Francia debido a la persecución de Cromwell. ¿Tendría que hacer lo mismo? Aferrado a su casona, metido días enteros en la biblioteca, la imagen de la pintura de Blake lo acompañaba. Una y otra vez se detenía en los rasgos inquietantes de los personajes bailarines, en las llamas azules, en las rocas de la gruta.
A pesar de su terror a los cambios, a los revolucionarios y las leyendas negras que se tejían por entonces; nadie se acordó de Guille. El nuevo gobierno lo ignoró, porque estaba más ocupado en trajines de mayor importancia. Mientras el inquilino de la casona esperaba el asalto de los rebeldes a la manera del pueblo parisino en aquellos años de la Revolución Francesa, los años pasaban. La pobreza, a pesar de todas las joyas enterradas en el patio, avanzaba sobre el edificio otrora glorioso. El hambre de Guille, solo acallada por pequeñas raciones que compraba por el postigo a los vendedores de comida, lo fue enflaqueciendo. Solo y sin medicinas, enfermó varias veces, pero se curaba con cocimiento hecho con las plantas del jardín.
La gente se olvidó del Príncipe de Gales. Solo empezaron a averiguar por él cuando se inició el primer censo de población y vivienda tras el año 1959. Los trabajadores que estaban a cargo tocaron la puerta repetidamente, sin respuesta. Miraron por las rendijas, pero solo había oscuridad y olor a maderas mojadas y polvo. “Allí vive un viejo amanerado, que no me acuerdo cómo se llama”, gritó desde la acera opuesta un hombre de voz aguardentosa que jugaba dominó con otros dos. El barrio que antes era propio de familias de posición económica se había vuelto diverso, lleno de personas de varios estratos sociales. Lo mismo podía verse a una rumbera bailando en plena calle a las doce del día, que a un médico o un estudiante universitario.
Como nadie de la casa respondió, los funcionarios volvieron acompañados de la policía que tiró abajo la puerta. Entraron a un zaguán con las cortinas hechas girones, comidas por las ratas, montículos de excremento seco en el suelo, paredes manchadas de orines de murciélago y sucia por los pájaros de diversos nidos en el techo, restos de muebles tirados por doquier con los trozos de tela colgando. Era el año 1970 y a lo lejos se escuchaban canciones alegóricas a una zafra en la que el gobierno quería producir 10 millones de toneladas de azúcar. La búsqueda de prosperidad de esa etapa idealista de la Revolución contrastaba con la decadencia que hallaron al ver esa casona otrora señorial, un testimonio de un mundo perdido.
Justo en la última habitación, hecho un esqueleto, encontraron a Guille vestido con un traje de corte perfectamente inglés. Alrededor de la cama había varios nidos de ratas que se espantaron cuando sintieron la luz del día luego de varios años de sombra y oscuridades. Uno de los funcionarios rompió una ventana y desde allí vio cómo todo en el sitio estaba lleno de polvo, fango, plantas que habían invadido el salón de baile y la biblioteca. Solo un elemento en la casa los sorprendió: la pintura de Blake tenía colores tan vivos que parecía acabada de hacer. Más aún, cuando la retiraron para colocarla como parte de los fondos en exposición del Museo Municipal de Historia; el cuadro había dibujado la pared —fruto de la humedad—, por lo cual la escena de la puerta infernal quedó plasmada.
La casona pasó a un uso social. Primero Hogar de Ancianos, luego escuela primaria, sede de una empresa estatal. Varias capas de pintura de cal y de aceite se le dieron a esa porción de la pared, pero el rincón volvía a mostrar a las dos figuras danzantes entre llamas azules delante de una gruta de piedra. Del Príncipe de Gales no se volvió a hablar. Cuando trataron de censarlo como fallecido, ni siquiera hubo alguien que dijera su nombre. Las puertas de la percepción, eternizadas desde la pared, lo habían borrado. En algún portal misterioso de la existencia, William Blake sonreiría satisfecho.
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